martes, 15 de julio de 2008

HISTORIA DE MI NOMBRE (1)




          Todas las paredes de mi pueblo están pintadas de amarillo, de un amarillo limón brillante. Las tablas con las que se levantan las lindes de las huertas también. Incluso las paredes de la vieja ermita, a las afueras del pueblo, son de este color. Por la tarde me asomo a la ventana y me distraigo con el baile de los colores: el amarillo de las paredes, el rosa del aire, el verde de los campos, el azul del cielo, el rojo de los tejados. Me sonrío porque la cresta, el cuello de los gallos, y gran parte del plumaje, hacen juego con los tejados; y las patas, con las paredes.
         
Cuando llueve, no me siento en el porche a leer. Cuando llueve está todo más gris, y el corazón se me adormece al ritmo del agua. Cuando llueve la luz se parece un poco al mundo del otro lado de la frontera que dicen los libros que existe, a ese mundo en el que las paredes son de piedra y barro, y las gentes discuten por nada, por un trozo de pan; que mira tú si no habrá pan para todos en la tierra. Pero la lluvia es buena. La lluvia es buena porque limpia el color de las paredes, y el de los tejados, y el de los prados; y luego todo está como nuevo. Y luego da mucho más gusto mirar el amarillo limón del mundo.
         
Todas las tardes leo uno de los libros interminables, uno de esos tres libros mágicos que hicieron los antiguos y que luego se dejaron olvidados en los sótanos de mi casa. Ya se sabe que las prisas no son buenas, y más cuando uno se trae entre manos cosas importantes que incumben a todos. Me admiran las historias de esos hombres inagotables que levantaban edificios altos, con grandes torres acabadas en pararrayos, con muchas vidrieras. Esos edificios que parecían naves a punto de partir, con sus grandes capiteles, con sus enormes órganos y su música sacra, con su gente menuda dentro, rezando; esos edificios imposibles, con esas paredes al natural, sin pintar de amarillo, inacabadas.
         
Alguna tarde, tras leer estas historias en los libros interminables, me pongo triste. No comprendo un mundo en el que todo está por hacer, en el que todo está sin acabar, en el que las paredes no estén pintadas de ese amarillo limón brillante que tanto me gusta. En estas tardes de tristeza comprendo, de pronto, por qué en mi pueblo no hay catedrales.

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