miércoles, 28 de octubre de 2015

martes, 24 de febrero de 2015

sábado, 2 de abril de 2011

Vergüenza

          Yo soy una niña. Llevo trenzas y un vestido de lino blanco con cuello recto, y una rosa roja en el pelo que le he quitado a mi hermano Ángel de su jardín. ¡Ah, y unos calcetines blancos, y unos zapatitos nuevos! Estoy subida en la mesa de la cocina. Juego a ser artista.
          — Querido público — estoy diciendo —, con ustedes la Eleni de Burujón, la cantante más famosa de España.
          Mi padre está en la puerta desde hace un rato. Yo aún no lo he visto. Estoy mirando hacia la ventana que da al patio pequeño de la casa antigua. Ahora, cincuenta años después, imagino la cara embobada de mi padre — ¡le gustaba tanto la música!—, puedo oler incluso el tabaco que llevaba en la petaca, y el romero pegado a las alpargatas; puedo incluso oír su voz rasgada de mucha labor y muchas fatigas.
          Empiezo a cantar. Me vuelvo, y lo veo. Y me pongo roja como un tomate. Y salto de la mesa. Y lo atropello en la huida. Y me escabullo en este recuerdo que se me viene ahora con toda claridad, como si fuera de ayer mismo. 

jueves, 3 de diciembre de 2009

LOS COMPLEMENTOS

         Hoy me he puesto unos calcetines de algodón en tonos verdosos, a franjas horizontales; y unos zapatos de traza ancha, de piel sintética, marrones, cerrados, muy cómodos, con un poquitín de tacón, para que el pie no se acostumbre al camino llano. Tengo los pies deformados de tanto usarlos. Pero no me quita el sueño este asunto.
         Llevo las uñas, todas las uñas, pintadas de un granate sin luz; y un pantalón de felpa ajustado que marca claramente la silueta de mi cuerpo. Pero sin exageraciones, que eso no gusta a nadie. Una camisa con flores violáceas flota en un mar color pan tostado; y encina un chaleco de lana sin mangas, a pico, con rayas verticales en marrones y caoba. Voy bien, muy sencilla. Esto tampoco me quita el sueño.
          Resalto los labios con un color rosado, bajo unas gafas de sol que me cubren gran parte de la cara. El frío lo ahuyento con un abrigo de plumas en rojo pasión. El pelo, ¡ah, el pelo!: cuello de cisne, con una media permanente que ya quisieran algunas. El bolso, de mediana estatura, cuelga del hombro derecho, en tonos leche manchada. Nada de otro mundo; normal, todo con esa sencillez de la gente de la calle. Tampoco esto me quita el sueño.
          Y, sin embargo, el insomnio está presente en mi cara. Por eso las gafas. Esta noche apenas he dormido dos horas. Y ya os digo, nada de esto me quita el sueño.

domingo, 21 de junio de 2009

ALEJANDRÍA COMO TELÓN DE FONDO

          Mi tía Alejandra fue maestra nacional, mujer de firmes convicciones y de creencias arraigadas. De chicos, cuando el verano levantaba tormenta, nos subía a la cama, para que nuestros pies no tocaran el suelo, y nos hacía rezar a gritos, como para espantar al trueno y al rayo; para desvanecer en nuestros oídos el golpeteo salvaje de la lluvia sobre la tierra seca. No distinguía más que dos colores, el blanco y el negro; y no era daltónica precisamente. Vivió, sí, en ese tiempo en el que las películas eran también en tonos de grises, y todo estaba muy claro.
          Mi tía Alejandra, como a todos los de mi familia, le gustaba mucho viajar. Fue ella quien me llevó a Egipto, en febrero, siendo yo muy chica todavía. En ese viaje conocí a Pepita, una vallisoletana saladísima, muy cariñosa, con la que, después de tantos años, todavía mantengo una estrecha amistad. Mi primer viaje fuera de España es hoy un recuerdo teñido de calor, salpicado aquí y allá por la presencia cierta de otros humanos, de otras gentes que creyeron en otros dioses y levantaron la belleza piramidal en medio de la arena. Aquello era un mundo remoto y maravilloso, un cuento de hadas con la biblioteca de Alejandría como telón de fondo. Nunca he podido imaginar una casa tan grande, toda llena anaqueles repletos de papiros, ni tanto saber junto en un mismo sitio.
          Luego, a la vuelta, en junio, hice las pruebas de acceso a la universidad. Había un único tema: Alejandro Magno. Yo les conté mi experiencia de aquel viaje, la emoción de haber pisado la tierra de los faraones y todo lo que el guía nos había explicado.
          Me aprobaron.